Lo propio, lo ajeno… y lo ajeno, lo propio

Queridos amigos,
No sé si ustedes piensan lo mismo que yo, pero, cada vez que me invitan a participar en coloquios de esta clase como el que hoy nos reúne, tengo la misma obsesión, la de ser nuevamente confrontado por las sempiternas preguntas: ¿Por qué escribe usted? ¿Para qué sirve la literatura? y, porsupuesto esta otra, inevitable: ¿El escritor debe ser un escritor comprometido? Y, cada vez, me encuentro en una situación donde respondo mal que bien a esas cuestiones con el sentimiento de hacerme trampa. Pues, a las interrogaciones que han perdido su ardor a fuerza de un uso desconsiderado, ¿cómo responder para quedar más cerca de lo que no cesa de moverse en nuestra práctica de la escritura, en la literatura a través del mundo, en nuestra vida como individuos y en la condición humana en general?

Agradezcamos entonces a nuestros anfitriones del Instituto Cervantes que se han apiadado de nosotros apartándose de este camino trillado para proponernos temas de reflexión que abren el apetito.

El de hoy, particularmente me hace sentir muy cómodo. Me evita un ejercicio que considero bastante vano, aquel de la teorización. Un escritor, a fortiori un poeta, no está obligado a ser teórico de aquello que escribe. Su pensamiento, pues tiene uno, a menudo bien construido, es intrínseco a su obra. Su arte es en sí mismo un modo particular de percepción, de conocimiento y de reflexión, inseparable de otras funciones y virtudes que uno le atribuye normalmente: el trabajo sobre la lengua, el imaginario, la memoria colectiva, las mentalidades y el gusto, los cuestionamientos existenciales, la búsquda de la belleza y de la verdad, sin olvidar el posicionamiento ético que implica la defensa de la dignidad humana y el rechazo de todos los fanatismos.

Queridos amigos,
Perdónenme este impudor de hablar de mi mismo, pero creo que mi experiencia personal me permite evitar el escollo de la abstracción y puede servir de ilustración concreta para el tema sometido a nuestra reflexión. Y si de este tema, invierto las proposiciones, es porque me parece que esta formulación da cuenta de manera más fiel de lo que yo soy en la vida y en la escritura, a saber un hombre de l’entre-deux: nómada más que sedentario, a caballo de dos lenguas, dos culturas, dos continentes humanos, no viviendo de ningún modo esta condición en el desgarro o la alienación, sino viviéndola como una búsqueda permanente de sí y del otro, de todos los otros. Es por eso que a veces digo: «Soy un ezquisofrénico feliz… casi». Ustedes juzagarán por sí mismos.

Mi lengua materna es el árabe. Pero, por razones ligadas a la historia colonial de mi país, escribo en francés. Y es en esta lengua en donde tallé, esculpí poco a poco mi lenguaje de escritor. Sin embargo, mi lengua primera no desapareció. Ella permanece siempre ahí, trabajando mi texto, dándole sonoridad, colores, aliento y, por qué no, alas que no hubiese tenido nunca si yo hubiera sido monolingüe. Sobre esto, nuestro recordado Abdelkebir Khatibi tenía razón de hablar de una bilengua.

En tal ecuación uno puede ver bien que lo propio y lo ajeno no hacen otra cosa que cohabitar. Hubiera preferido otra traducción de estos términos: lo íntimo y lo lejano; o simplemente el yo y el otro. En todo caso, hay siempre allí un juego de espejos permanente, en una mutua atracción que hace mover las líneas de identidad, rompe los moldes y se aventura en territorios desconocidos, en experiencias inéditas.

Otra ilustración. La intimidad que tengo con la lengua francesa hubiera podido llevarme lógicamente hacia la literatura escrita en esa lengua. Ahora bien, es la literatura rusa, y en primer lugar la obra de Dostoievsky, la que ha provocado en mí, al salir de la adolescencia, la necesidad de escribir. Mas tarde, Maiakovsky, Nazim Hikmet, Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández a quienes reconocí como mis hermanos mayores en poesía, no Éluard y Aragon en los que el estatuto de grandes poetas es incontestable. En la madurez, los continentes literarios que no ceso de explorar, aquellos que me alimentan cotidianamente y me hacen avanzar en mi propio trabajo, están situados en América Latina, en Japón, a veces en Italia, Portugal, España, en las periferias de donde ha surgido lo que Édouard Glissant llama la «literatura-mundo» (África subsahariana, Magreb, Oriente Próximo, Antillas, India-Pakistan, Irán, Afganistán, etc.) Es por otra parte, en este movimiento donde me gusta situarme y no en el cajón de la literatura magrebí de expresión francesa en la que ciertos medios literarios tienen tendencia a encasillarme.

Con este ejemplo, vemos que la ecuación de lo propio y lo ajeno funciona en sentido de descentramiento, de la libre construcción de sí por sí mismo. El cierre identitario puede obrar en diversos dominios, con los efectos mortíferos que ya conocemos. No hay sin embargo ninguna prisa en el campo del arte donde la razón de ser y la regla son la obertura a la diversidad, la ósmosis, la fecundación mutua, el renovamiento creador.

Tercera ilustración. Aún cuando yo resida en Francia desde hace un cuarto de siglo, la materia esencial que construyo en mis obras poéticas, novelescas y otras tiene un lazo umbilical con Marruecos, ese país, «que me es herida y pasión». Yo soy como muchos escritores un ser del exilio, unas veces interior, otras exterior, y de vez en cuando los dos. Y eso, tiene efectos particulares en mi sensibilidad, la mirada que tengo sobre el mundo, mi percepción de los otros, los lugares, el tiempo. Y aquí, quiero hacerles una confesión, no por halagar a nuestros amigos españoles, sino porque esta revelación, relativamente reciente, ha conmovido mi vida.

Fue yendo regularmente a Andalucía, donde descubrí que era ahí, exactamente ahí, donde yo me sentía, no «en mi casa» sino, digamos, menos exilado, más en armonía con la tierra, el aire, la luz, los seres humanos. Allí, la cuestión del yo y del otro se evapora. No tengo nada para dar, nada para reivindicar. No juzgo y no soy juzgado. Me siento en mi elemento, totalmente libre. Hay también una historia familiar, por parte de la familia de mi madre, que me atribuye una ascendencia morisca inverificable. Vamos, se los aseguro y los tranquilizo que jamás he tenido la idea de disputar a alguien esta tierra, simbólica o físicamente.

Este vínculo con Andalusía nació primeramente de un deseo de la lengua española, adquirido cuando estaba en prisión, y que se confirmó seguidamente cuando comencé a atravesar España. Resultado: vivo, entre mi búsqueda de mi país de origen y mis fascinacones andaluzas, en una suerte de desdoblamiento. Cuando estoy en Fès, mi ciudad natal, me sucede, en horas y lugares precisos, sentirme bruscamente en Granada. Cuando estoy en Granada, Sevilla, Jerez, Córdoba, Almería, se produce lo mismo a la inversa. Tengo la impresión de mensurar las callejuelas de Fès, aspirar los mismos aromas, reencontrar la misma luz, los mismos colores.

Hasta aquí he comentado el vínculo que tengo con Andalusía. Hubiera podido comentarles también las relaciones muy similares con la tierra y los hombres de Palestina, de Siria, por razones que ustedes pueden cómodamente adivinar, sobre todo en estos momentos trágicos para los pueblos de ambos países.

No obstante, prefiero hablarles de otro vínculo, todavía más paradojal. Me sucedió, en una de mis obras de teatro, Le Juge de l’ombre, escribir una escena donde relato cómo he descubierto una tarde, en París, en el momento en que escuchaba a un grupo de tango en una sala que se llamaba Les trottoirs de Buenos Aires, cómo entonces descubrí que yo era…argentino. Me contentaré con citar la última frase que puse en boca de mi personaje llamado El árabe errante:

«Cuanto más avanzaba la tarde, esta evidencia se me imponía. El hecho de no haber puesto nunca los pies en Argentina me parecía irrisorio. Había en mí, con una fuerza inaudita, el recuerdo pasado y futuro de una tierra donde yo había sido esculpido en la arcilla, el sollozo desgarrador de una música que hacía bailar mi sangre, el viento negro de una historia en donde me reconocía en todas las tragedias. ¿Cómo decir? Ser argentino, me colmaba, reavibaba el fuego nuevamente, un nuevo llamado hacia lo que soy y todavía no puedo ser. Desde entonces, sé que el hombre no nace de un tirón en cualquier parte. De hecho, él no termina de nacer.»

El otro que se vuelve propio, y lo propio que se disuelve para llegar a ser mágicamente el otro, se debe en este caso preciso a dos factores, el primero musical, el segundo político.

De todas las música que me dicen algo (clásica, jazz, árabe, notablemente las canciones de Mohammed Abdelwahab, etc), no es necesarimente la marroquí la que me emociona al punto de sacudirme, sino el tango. Y ahí, no es necesario querer explicar lo inexplicable. La relación de cada uno de nosotros con la música es compleja, compete casi al misterio. En cuanto al factor político, comporta a su turno un elemento musical: el descubrimiento de la Canción de protesta de los años setenta y ochenta — Víctor Jara, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Daniel Viglietti, Violeta Parra, el Cuarteto Cedrón, Quilapayún, etc. Ese movimiento musical que acompañó las luchas contra las dictaduras militares resonó en mí muy fuertemente en la época en que en Marruecos vivíamos las mismas pruebas: desapariciones, tortura, prisión, camaradas caídos en el transcurso de la lucha.

Desde entonces, sentirme argentino en un momento dado no tenía nada de aberrante. Aquello expresaba la adhesión a una cultura, las luchas ejemplares que me fueron de un gran auxilio primeramente durante mi momento de prueba en la cárcel, luego en mi labor de escritor y mis combates de ciudadano intelectual.

A esta altura de la reflexión, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que el duelo entre lo propio y lo otro puede introducirse también en el debate político y obligarnos a tomar partido. Les doy como ejemplo la situación en la que me encuentro cada vez que las relaciones entre España y Marruecos se vuelven tensas respecto de la cuestión del Sahara occidental, del estúpido asunto de la Isla Perejil, o de las ciudades de Ceuta y Melilla. Y, sin el dominio de esta dialéctica de lo propio y lo ajeno, yo no hubiera podido tomar posiciónes desde el principio, posiciónes molestas para un campo como para el otro, pues ellas denuncian los desvíos nacionalistas y el peligro de los consensos. Creo que, sin esta dialéctica bien dominada, es difícil introducir la ética en el corazón de la política y el principio de justicia por encima de las pertenencias y las solidaridades estrechas.

Para volver a nuestro tema y concluir, diría que lo propio, lo que uno cree es el núcleo duro de nuestra identidad, es tal vez lo más difícil de manejar, lo que opone más resistencia a nuestros esfuerzos de apertura y nuestra necesidad de plenitud. Es necesaria una gran lucidez y mucho coraje para volver a la discusión, hacer crítica, elegir conforme a nuestros deseos, garantes de nuestra libertad. Es en todo caso una cuestión previa para la adquisición de una nueva conciencia lo que este patrimonio tiene como más fecundo y luminoso, para que lo propio llegue a ser la llave de lo otro y el camino más seguro hacia él.

En estos tiempos de doblez identitaria, de estrechez del pensamiento y de las ideas de moda, el escritor debe, en honor a su función, estar en extrema vigilancia, buscar lo universal en si y en el otro, todos los otros, la defensa de los valores en condiciones de volver a darle un sentido a la vida y reconstruir la fraternidad humana.

 

Intervención al coloquio «De la condición doble del escritor»,
organizado por el Instituto Cervantes de Rabat,
7 de mayo de 2012