¿Y Marruecos?

Desilusión. Incertidumbre. Frustraciones. Acceso de rebeldía y sensación de impotencia a la vez. Eso es, me parece, lo que siente un número creciente de marroquíes, de jóvenes sobre todo, pero también de amplias capas de población que van desde las más desfavorecidas hasta la élite intelectual, pasando por las clases medias. El resultado, alarmante, de ese estado de cosas es la pérdida colectiva de lo que yo llamaría “el gusto por el porvenir”.
¿Cómo se ha llegado a eso? Después de las prometedoras aperturas del comienzo del primer decenio, hemos pasado a una fase de vacilaciones y luego de inercia. La política oficial se ha hecho ilegible a fuerza de ser opaca. La concentración de poderes se ha acentuado hasta tal punto que las reglas del juego político, en lo que al principio nos fue presentado como un proceso democrático, se han pervertido, son inoperantes.
Ante semejante callejón sin salida, es obligado constatar que el pensamiento político está lejos de aceptar el reto. Ha abandonado entre nosotros sus dimensiones tanto crítica como prospectiva para limitarse, digamos, a la crónica, a la reacción ante los acontecimientos cotidianos. Se ha acabado, por ejemplo, la firme reivindicación de una reforma constitucional con vistas a un justo reequilibrio de poderes y de su separación según las normas democráticas universalmente establecidas, por no hablar de una reivindicación ya expresada al día siguiente de la independencia, la de una Asamblea constituyente cuya misión fuera la de elaborar el contenido y las reglas de semejante reforma.
Abandonado así el taller institucional, ¿qué margen de negociación le queda a nuestra clase política, y sobre todo a los partidos que esporádicamente hacen aún alarde de alguna veleidad de independencia frente al poder? Para ellos, la negociación se reduce al número de carteras a las que aspiran les sean reservadas en el equipo gubernamental según los resultados electorales obtenidos, sean estos, por lo demás, controvertidos o no. Pobre ambición cuando es de pública notoriedad que este gobierno gobierna tan poco, a semejanza de un parlamento que, de por sí, también legisla tan poco.
Por su parte, la izquierda no institucional, que goza de una gran respetabilidad debido a los sacrificios padecidos en su combate contra el antiguo régimen, no ha conseguido adquirir una auténtica visibilidad política. Víctima del mal congénito de la división y, en lo que respecta a sus alas más combativas, de un cierto aislamiento ideológico, le cuesta asumir el papel que se esperaría de ella, precisamente el de impulsar la renovación del pensamiento político, el de proponer un proyecto alternativo de sociedad y el de abrir vías creativas a la movilización ciudadana.
En cuanto a la sociedad civil, a pesar de un dinamismo y de un grado de concienciación cada vez mayores, parece no haber tenido en cuenta el peso nada despreciable que representa en la relación de fuerzas políticas, sociales e intelectuales existentes. Sin embargo, muchas de sus realizaciones, a todos los niveles del desarrollo humano (con ejemplos a mano en la ayuda a las personas y a las capas de población más frágiles, o en la creación y en la animación cultural), denuncian la indigencia en estos terrenos tanto de la acción partidista tradicional como la de los gobernantes. Pero, a la larga, la dinámica que ella misma ha creado corre el riesgo de atascarse en tareas compartimentadas si no es impulsada por una visión del proyecto social en su conjunto, donde la construcción de la democracia sea una realización ciudadana basada en unos valores éticos en los que los políticos se inspiran cada vez menos, a pesar de que pretendan estar convencidos de ellos.
Del mismo modo, ante estas múltiples carencias, tan solo se puede constatar, con lágrimas en los ojos, que la élite de los pensadores, quienes en verdad hoy deciden, no son ni siquiera los economistas que en otras latitudes hacen y deshacen, sino los tecnócratas, los gerentes, los consejeros y asesores de toda laya, atentos sobre todo a las orientaciones fijadas por las instituciones financieras internacionales y a las pertinentes opiniones, según la fórmula consagrada, emanadas de las oficinas de estudios estratégicos (preferiblemente extranjeras).
El resultado es que Marruecos no está gestionado como un país que, en función de su asentada identidad y de la riqueza de su cultura, tendría que hacer valer sus bazas; donde el pueblo, artesano indiscutido de la soberanía nacional, debería tener algo que decir acerca de la gestión de sus asuntos y de la construcción de su porvenir; donde la sociedad, que nada ignora de lo que pasa en la aldea planetaria, desearía disfrutar también ella de los avances que se han venido realizando en el plano del conocimiento, de la educación, de la satisfacción de las necesidades materiales y morales, de los derechos y de las libertades. Marruecos se encuentra más bien gestionado como una mega-empresa o como una multinacional cuya finalidad es el enriquecimiento ilimitado de sus principales accionistas, sin perjuicio de que distribuya algunas migajas a los menores a fin de crear una clase que haga de tapón entre ella y la masa creciente de desamparados.
El despegue económico del país, del que ciertas primicias son indiscutibles y otras deben ponerse en tela de juicio, tiene ese precio. Y sobre ese altar, en el que se celebra de forma indecente el culto al becerro de oro, es el despegue democrático el que está siendo sacrificado. ¿Cómo se entienden si no los atentados reiterados contra la libertad de opinión, el hostigamiento a los órganos de prensa, las condenas a periodistas con los argumentos más falaces y, en otros terrenos no menos simbólicos, la dimisión del Estado ante el deterioro del sistema educativo o el desinterés por ese desafío superior que representa la cultura en la formación del espíritu de ciudadanía y de la estructuración de la plena identidad de una nación?
El guión así redactado, ya casi cerrado, no es seguramente el que nos esperábamos hace ahora justo diez años. Y nada hace presagiar que siga abierto a cualquier otra reescritura. De ahí la desilusión. La incertidumbre. Y las frustraciones. El acceso de rebeldía y la sensación de impotencia a la vez. ¿Debo recordar que la pérdida del gusto por el porvenir es una ganga para aquellos que no han esperado a esa comprobación para cultivar “el gusto por el pasado”, el más engañoso que exista, y se han posicionado como socorristas, y sedicentes altruistas, de las víctimas del sistema: los desheredados, los desesperados, los abonados a los milagros?
Los precedentes elementos de reflexión, concebidos, debo precisarlo, antes de los “acontecimientos” de Túnez, me refuerzan en la idea de que en Marruecos se impone un cambio de rumbo. A este propósito, la amalgama simplista, lo mismo que la política del avestruz, serían eminentemente peligrosos. Marruecos, con toda seguridad, y por multitud de razones, no es Túnez, pero algunos ingredientes que han estado en el origen de la llamada “Revolución de los jazmines” se encuentran, casi de manera idéntica y desde hace ya mucho tiempo, en nuestro país.
Si, como así lo creo, la mayoría de los marroquíes ansían una transición pacífica, pero irreversible, hacia la democracia, ha llegado el momento de un impulso ciudadano que implique a todas las fuerzas políticas, sociales e intelectuales que comparten la misma aspiración. Es la hora del balance crítico y autocrítico, del rearme del pensamiento, de la liberación de las iniciativas, de la clara afirmación de las solidaridades, del debate de fondo y de la sinergia entre todas estas fuerzas.
Para nuestros gobernantes ha llegado el momento de dar pruebas concretas de su voluntad de satisfacer semejante aspiración, la más urgente de las cuales deberá ser la de tomar medidas radicales con las que responder a un desamparo económico y social que ha alcanzado un umbral crítico. Ello implicaría, digámoslo sin ambages, la revisión de las decisiones económicas tomadas y del modelo de crecimiento puesto en marcha hasta nuestros días, que ha ahondado irremediablemente las desigualdades y las injusticias. La otra prueba que permitiría a la comunidad nacional restablecer el gusto por el porvenir sería un acto fundador, negociado con el conjunto de actores de la escena política y de la sociedad civil, con el objetivo de imprimir en la Constitución del país los principios de un Estado de derecho, instaurando la separación de poderes, la igualdad ante la ley y la protección de las libertades, pero también de un Estado de nuevo tipo que levante acta de la identidad cultural y de otras especificidades de ciertas regiones a fin de conceder a sus poblaciones la autonomía a la que tienen derecho.
Ante Marruecos se hace presente un nuevo cruce de caminos. La cita que la Historia nos ha fijado con él no admite ninguna espera. Ojalá puedan la razón y los intereses superiores del país conducirnos allí a tiempo y hacernos elegir el más seguro camino del progreso, de la dignidad y de la justicia, el camino del despegue democrático.

Traducción de Juan Ramón Azaola
El País,
31/1/2011

Marruecos, enfermo del Sáhara

Sí, es un grito de alarma el que me gustaría lanzar aquí. Marruecos se ve arrastrado actualmente, debido a la cuestión del Sáhara, por una corriente cuyo trastornador efecto para nuestros logros de los últimos cinco años no se mide suficientemente. Sin caer en la tesis fácil de la conspiración, se imponen algunas preguntas de sentido común: ¿a quién le interesa una desestabilización cuya amenaza se perfila en el horizonte?; ¿a quién beneficiará el caos que podría derivarse de ella? Las respuestas que vienen automáticamente a la mente, dictadas por un reflejo pavloviano, señalarán a los enemigos exteriores, dado que el frente interior es, por definición, sólido como el hormigón y sus actores están por encima de cualquier sospecha. Pero habría que ser ingenuo para no ver que son los nostálgicos del antiguo régimen quienes se frotan ya las manos. La bola que el régimen anterior encadenó al pie de su sucesor resulta ser una bomba de efecto retardado que fragiliza el actual impulso reformador y altera el mensaje.

Por lo tanto, la situación es propicia para una vuelta atrás, teniendo como detonantes, por un lado, las tensiones sociales y políticas internas que conocemos de sobras y, por otro, el estancamiento en el que nos encontramos en relación con la cuestión del Sáhara. Que esta vuelta se haga en el engranaje de la violencia y, por qué no, aprovechando un conflicto armado con Argelia, no desagradará a estos aprendices de brujo. ¿Acaso no participaron en el pasado en la política de la «tierra quemada» y utilizaron los mismos métodos que el régimen militar vecino para martirizar a nuestro pueblo y confiscar el proyecto democrático nacido con la independencia del país? Son, sin duda, los cómplices objetivos de una hipótesis catastrófica que debemos contemplar con lucidez. Y no son, por desgracia, los adalides de nuestra clase política, anquilosados en sus esquemas inamovibles, los que van a ayudarnos a evitar lo peor. La miseria de su retórica es tal que mantiene la esclerosis e impide la reflexión de fondo sobre un problema complejo cuyo tratamiento exige, además de valor y determinación, un verdadero avance del pensamiento político, cargado con una visión de futuro.

¿Podemos contemplar dicho avance y aceptar que las ideas, incluso las más perturbadoras, se enfrenten libremente? No hay nada menos seguro. Y ésta es la verdadera paradoja de nuestra vida política. Porque, si hay un logro de estos últimos años, seguramente es aquel que se ha concretado en Marruecos con la expresión libre del pensamiento. Muchos tabúes, cuya trasgresión en el pasado se hacía acreedora de las peores extorsiones, han estallado en pedazos. Haya «líneas rojas» o no, el resultado está ahí y no es poca cosa. Abarca todos los ámbitos y atañe a todos los temas sensibles. El único asunto en el que la fosilización del pensamiento sigue siendo la norma es el Sáhara. La visión de una salida del atolladero que sea honrosa, justa y provechosa para el progreso de nuestro proyecto democrático y la realización de nuestras aspiraciones al desarrollo, pero que también tenga en cuenta la dignidad de las poblaciones saharauis, sus necesidades económicas y sociales y su especificidad cultural, se echa cruelmente en falta. ¿Hemos realizado alguna innovación en algún campo desde la época del visir Basri, cuando el tratamiento de esta cuestión privilegió el aspecto de la seguridad y la creación de élites locales supuestamente afines a nuestros intereses, en realidad integradas mediante cooptación en un sistema basado en la corrupción y el tráfico de influencias? Acabamos de descubrir que en el Sáhara no hay únicamente tribus y jefes de tribu, sino que también hay una opinión pública y unos ciudadanos corrientes, la mayoría de los cuales son dejados de lado por este sistema, y que tienen algo que decir en relación con sus condiciones de vida, la gestión de sus asuntos y la construcción de su futuro. También es cierto que, recientemente, tras los atentados de Casablanca, se empieza a descubrir el Marruecos inútil, abandonado a su miseria y su desamparo, presa fácil de los mercaderes de la desesperación y del odio. Pero es obligado señalar que esta toma de conciencia es todavía embrionaria y sólo es defendida por una pequeña parte de la prensa independiente y algunas corrientes de la nueva izquierda. Por parte del Estado y de la mayoría de la clase política, la inercia es la única energía que pueda constatarse y el premio a la impotencia debe ser otorgado a nuestra diplomacia, que siempre ha tenido como única política la reacción. Parece ignorar eso que se llama iniciativa y, cuando reacciona ante unos hechos consumados, lo hace con una indigencia que se ha vuelto ciertamente proverbial en las cancillerías de todo el mundo. Digamos en su descargo que sus ademanes son sólo la expresión de una carencia a nivel del Estado, prisionero a su vez de un consenso elevado al rango de dogma y de un statu quo que trata de gestionar a duras penas.

¿Cómo pensar y debatir libremente en esta atmósfera malsana en la que el terrorismo intelectual está en su apogeo? Si realmente hay una «línea roja», está aquí. Por un lado, tenemos a los valerosos patriotas que velan para que no se cambie ni siquiera una coma de las tesis y fórmulas consagradas desde que se inició el problema. Por otro, sólo pueden existir traidores o nihilistas ganados a la causa de los enemigos de la unidad territorial. Creo que ya es hora, para nosotros los marroquíes, de aprender otro idioma que no sea el que hablan los loros cuando se trata de patriotismo y acabar con el monopolio patentado de algunos en la materia.

¿Qué clase de patriotismo es éste que practica la política del avestruz e impulsa ciegamente a un país y a un pueblo directamente contra un muro, e incluso hacia un precipicio? Por el contrario, ¿no es el verdadero patriotismo el que tiene como preocupación constante evitar a nuestro pueblo las desgracias y los sufrimientos que un conflicto violento podían infligirle? ¿Acaso Marruecos no ha quedado suficientemente arruinado durante décadas de arbitrariedad, de desorden, de corrupción y de olvido de regiones enteras del país profundo, para que se le exponga, cuando apenas levanta cabeza, a nuevos peligros? ¿No es el verdadero patriotismo, en Marruecos y en el mundo actual, aquel que lucha por arraigar entre los ciudadanos la cultura de la paz, de la tolerancia y de los valores democráticos? ¿Quién moviliza las energías para sacar al país del callejón sin salida del subdesarrollo, de la esfera de la dependencia, y para instaurar la justicia social y garantizar a todos el derecho al bienestar material y moral, fundamento de toda dignidad? Por último, ¿acaso el verdadero patriotismo no es aquel que se esfuerza en construir las herramientas del pensamiento libre y de laresponsabilidad del ciudadano? Cuando sabemos que tenemos otro peligro en casa, el extremismo que corre el riesgo de arrastrarnos a otras locuras sangrientas, hay motivos para reflexionar. ¿Somos incapaces de tener un arranque de lucidez que nos haga volver a poner sobre la mesa todos los elementos de la cuestión del Sáhara, desde su génesis hasta los desarrollos tragicómicos de estas últimas semanas? ¿Estamos definitivamente vacunados contra el análisis y el debate razonados, y carentes hasta este punto del arrebato de genio que da alas a la imaginación creadora y permite liberar el curso de la Historia?

En realidad, la pregunta crucial, ineludible, que condiciona la resolución de la ecuación del Sáhara es, en mi opinión, la siguiente: ¿qué Marruecos queremos, aquel al cual nos hemos acostumbrado por las buenas o por las malas, cuyo impulso se ve frenado por tantos arcaísmos y, en primer lugar, por la confusión de los poderes y su centralización a ultranza, o aquel que dará nacimiento a un nuevo proyecto de sociedad, en el que serán establecidas las reglas admitidas universalmente de un gobierno democrático, inaugurando así la era de una ciudadanía plena y completa?

La elección entre ambas opciones es la clave del problema. Es inútil volver al balance desastroso de la primera, la única que ha actuado hasta la fecha sobre el terreno. Nos ha conducido a un callejón sin salida y empieza a estar cargada de peligros. Por su parte, la segunda, a pesar de estar dando sus primeros balbuceos, tiene al menos el mérito de sacudir el inmovilismo y abrir otras vías de reflexión y de debate. No pretendo ofrecer una primicia en la materia. Las ideas que van en esta dirección han sido expresadas recientemente, aquí y allá, sobre todo en la prensa, primero con timidez, luego más claramente, aunque en ocasiones siguen estando envueltas de fórmulas consagradas, última concesión a los guardianes del dogma. Así pues, si nuestra opción es realmente favorable a un Estado moderno, un gobierno basado en los principios democráticos y una política social movilizada contra las desigualdades, la solución para el Sáhara se derivará de esta decisión y de la aplicación de sus principios directivos. Para ello, hay que acabar con el dogma que considera que en nuestro país el Estado sólo puede ser aquello que siempre ha sido. ¿Acaso la modernidad tantas veces proclamada hoy en día no es exactamente lo contrario del arcaísmo? ¿Debo precisar que esta revolución en las mentalidades puede lograrse sin por ello tener que dejar en la cuneta algunas de nuestras tradiciones, en primer lugar, para ser claro, la institución monárquica? Una vez solucionado este punto, nada se opone a que tomemos ejemplo de los Estados modernos que han optado por otro modelo diferente al Estado jacobino. Esto va desde una unión de Estados hasta la institución en el marco del Estado central de autonomías regionales plenas y completas, pasando, por supuesto, por el federalismo. ¿No vemos que cada uno de estos modelos, dictado por sendas realidades particulares, funciona con normalidad profundizando la idea y la práctica de la democracia, cuyo ejemplo más cercano a nosotros, y el más reciente en su concretización, es el de España, un ejemplo sobre el que debemos reflexionar y beneficiarnos de su experiencia?

Sé que algunos no dejarán de oponer a este punto de mi razonamiento el argumento contundente de la Historia. A esto responderé que no podemos abstraernos, pero ¿tenemos que ser rehenes suyos? Añadiré que, afortunadamente, la historia de un pueblo no está sólo detrás suyo, sino delante. Al igual que todas las obras humanas, está llamada a ser deconstruida y reconstruida. No es ninguna fatalidad. Un pueblo que no tiene la ambición de ser el dueño de su historia y cambiar el curso de su destino se condena a no ser más que un figurante en una obra cuyos hilos moverán aquellos que son más poderosos que él. ¿Debo recordar, por último, que la Historia avanza mediante acumulaciones sucesivas y también mediante rupturas saludables?

Es esta ruptura sin violencia, razonada, la que reclamo. Podría traducirse, para la cuestión que nos concierne y, más allá, para la nación marroquí, en una iniciativa audaz, firme y transparente, abierta al debate más amplio posible, coronada al final por un referéndum popular. La idea, lo habrán adivinado, es una importante reforma constitucional dirigida a instaurar en Marruecos un Estado de un tipo nuevo, definitivamente anclado en la modernidad y en el que determinadas regiones, en función de la libre elección de sus habitantes, accederán a la autonomía y podrán autogobernarse en el sentido pleno de la palabra, mientras que el Estado conservará las prerrogativas admitidas en casos similares, según un modelo que deberá ser ajustado en función de la especificidad de nuestras instituciones. Es evidente que, en el marco de este proyecto, deberá cuidarse especialmente el componente saharaui, implicando realmente a las poblaciones en el debate, por no hablar de las medidas a tomar, como muestra de sinceridad y de simple justicia, para poner fin a la política de «todo por la seguridad» y para enfrentarse a las urgencias socioeconómicas y culturales. De este modo, los saharauis podrán asegurarse de la veracidad del proyecto que les es propuesto y descubrir no sólo que responde de forma válida a sus intereses y aspiraciones, sino que serán unos partícipes y actores de pleno derecho.

Ésta es una perspectiva mucho más cargada de paz, de esperanza, de desarrollo humano y material y de solidaridad fraterna que la que les promete Mohammed Abdelaziz, que, dicho sea de paso, sigue siendo prisionero de un arsenal dogmático que nada tiene que envidiar al de nuestros guardianes del dogma. Por ejemplo, si tuviera que responder a la carta surrealista que dirigió recientemente a la sociedad civil marroquí, me limitaría a plantearle las preguntas siguientes: ¿qué credibilidad puede darse a un movimiento de liberación nacional del que dos tercios de su estado mayor se han pasado al enemigo?; ¿qué margen de libertad de pensamiento y de maniobra política puede tener dicho movimiento cuando ha vinculado su destino a un poder militar que ha hecho abortar mediante el terror y la sangre el proyecto de liberación del pueblo argelino y sus aspiraciones a un Estado de derecho, similares en todo a las nuestras?

De este modo, una nueva vía, diferente a la alternativa de la independencia o la anexión, podrá ser ofrecida a los saharauis. Evitando los desgarros, la demagogia del nacionalismo y los riesgos de la tendencia violenta, permitirá salir de la crisis mediante un compromiso común para hacer avanzar el proyecto democrático y establecerlo sobre unas bases sanas y duraderas. Y si tengo un mensaje fraternal que dirigir a los saharauis, estén donde estén, se refiere a esto. Cada uno de ellos, mediante su libre elección, tendrá su parte de responsabilidad en la realización o el fracaso de este proyecto. Su decisión será capital para el futuro de nuestra región, ya que si extendemos nuestro análisis al ámbito del Magreb, ¿se puede negar que el único espacio donde está dibujándose una perspectiva democrática real es, por el momento, Marruecos? Si la opción elegida por cada uno de nosotros es realmente la libertad y la democracia, el interés de todos nosotros es salvaguardar este espacio, reforzarlo y hacerlo avanzar hasta la realización plena y completa de nuestras aspiraciones. Desarrollado dentro de este espíritu, ampliará, en nuestra región, el espacio de la paz y de la construcción democrática.

Tras haber empezado con un grito de alarma, me gustaría acabar con una nota de optimismo. Si Marruecos está hoy enfermo del Sáhara, tal vez emprenda a través de este último su curación. La medicación tardará tiempo en dar los resultados esperados, pero no hay que demorar mucho su administración. Para ello hay que alejar de la habitación del paciente a los aprendices de brujo y demás charlatanes y abrir las ventanas para dejar pasar el aire vivificante de la razón y la esperanza. Este cambio de rumbo exige un sentido del Estado y una visión capaz de anticipar el futuro. Con estas bazas es como las citas que un pueblo tiene con la Historia dan sus mejores frutos.

Abdellatif Laâbi
El País, «Opinión», 04/07/2005