EL SÍNDROME ANDALUZ

Antonio estaba un poco enfadado con el francés, y su conocimiento del árabe se limitaba a un puñado de palabras. De entrada se dirigía a mí en español porque, durante nuestro primer encuentro, el año pasado, me había aventurado a mostrarle las pocas expresiones bien construidas que conocía en esta lengua. De golpe, él había decretado que la dominaba perfectamente. Por consiguiente, con él, no tenía escapatoria. Debía tirarme enseguida al agua y desenvolverme con la lengua de Cervantes que había aprendido, vergüenza de mí, en el Assimil. Pero le agradecía imponerme tal obligación, siendo mi deseo poder un día expresarme con facilidad en esta lengua, la única que verdaderamente he deseado, como a menudo he llegado a decir ante pasmados auditorios de francófonos y arabófonos.

En esas ocasiones me explicaba recordando una evidencia: la llamada lengua materna, la que estamos obligados a querer y que algunos consideran como el núcleo duro de nuestra identidad, ¿no nos ha sido impuesta desde el principio sin nosotros saberlo? ¿Qué margen de libertad nos deja frente a esta férrea ley inmutable? Y si pasamos de lo general a lo particular, abordando por ejemplo el uso del francés que se estableció en los países antiguamente colonizados por Francia, ¿no es evidente que ha sido el resultado de una violencia inmoral, incluso aunque diera lugar a las aperturas que se conocen y al florecimiento de un pensamiento y de una literatura cuyos bellos frutos hoy nadie niega? Es cierto, tanto en un caso como en el otro, que acabamos viviendo con estas lenguas hasta el punto de que ellas, a cambio, viven en nosotros. Las adaptamos a nuestro gusto y ellas se las arreglan para adaptar progresivamente nuestro modo de pensar, nuestro imaginario y nuestra sensibilidad. El hecho de percibir esta realidad, de sobrepasar las frustraciones originales, ¿debe, sin embargo, impedirnos concebir el deseo de una lengua que nada ni nadie nos habrían impuesto? Mi respuesta es no, y resulta que es el español, el idioma que por razones sobre las cuales tendré que regresar, cumple en mí tal deseo.

Subimos al coche de Antonio y tomamos el camino hacia Jerez de la Frontera, donde al día siguiente debía hacer una lectura en la sede de la Fundación Caballero Bonald, generosa impulsora de un programa de cooperación con los actores de la sociedad civil del norte de Marruecos, concretado particularmente en la creación de un centro cultural en la pequeña ciudad de Martil (bastante abandonada en este sentido) y en la edición de una colección valiosa de obras literarias marroquíes traducidas del árabe al español.

Los faros del coche se abrían paso en la noche oscura. Antonio conducía con seguridad, un poco rápido para mi gusto. En los escasos momentos en los que decaía la conversación, me arrellanaba en mi asiento y me reencontraba con las sensaciones que me invaden cada vez que me encuentro en este país, y más aún en Andalucía. Por cierto, esté allí o no, me ocurre a menudo que reflexiono sobre las razones del lazo particular que me ata a esta tierra, a los que la habitan, evidentemente a su lengua, su música, sin olvidar su cocina, con una predilección por las tapas, cosa asombrosa en alguien educado en una tradición culinaria a la que hay que otorgar, sin el menor tufo de chauvinismo, un estatus de excelencia.

¿Seré uno de estos iluminados nostálgicos de “la Andalucía perdida”, tal como todavía existen (¡que sí!) en el mundo árabe, en pleno siglo XXI? Mi historia familiar, precisamente por la parte de mi madre, tendría razones para alimentar esta hipótesis. Ha llegado a mis oídos, según una de las fórmulas de inicio de Las Mil y Una Noches, que los antepasados de mi progenitora habrían formado parte de los últimos musulmanes expulsados de esta tierra bienamada. Expoliados antes de su salida, cuando no masacrados por carretas enteras, asaltados a lo largo del camino, despojados de lo poco que les quedaba al desembarcar en tierras del islam, llegaron a Fez con una mano delante y otra detrás. A pesar de tantos ultrajes, y la clave de la leyenda reside ahí, consiguieron llevarse con ellos la llave de sus casas abandonadas. ¿Cómo lo hicieron? ¡Misterio! De niño, nunca me planteé su existencia real y mi curiosidad, sin embargo viva, no me incitó a trastear en las cosas de mi madre para ver el color de este prodigio. Era en el curso de las veladas adornadas por historias maravillosas, de las que la autora de mis días era la inspirada narradora, cuando la llave de la casa de Al-Andalus se me presentaba entre otros objetos gracias a los cuales la magia obraba en mí.

En la adolescencia e incluso más tarde, me desinteresé de la saga familiar y hubo que esperar hasta la edad madura para que mi curiosidad se despertara de nuevo. Ampliados mis horizontes, y habiéndome conducido mis peregrinaciones a través de los continentes a surcar España, a tejer lazos de amistad y complicidades intelectuales, este trozo de mi historia personal se presentó de nuevo con insistencia. Leyenda o no, me acompañaba allá donde yo fuera. En un momento, hizo falta plantear los términos de la ecuación y decidir. ¿Qué había de verdad en todo esto? Según lo que conocía de mi madre, nada, absolutamente nada la habría empujado a fabular. A dramatizar, a adornar, sí, pero no a inventar. Ella, la huérfana en su primera infancia, la no informada de los avatares de la Historia, la prisionera del recinto cerrado de la casa, la condenada a trabajos forzosos impuestos a las mujeres de su condición, ¿tenía ocasión para imaginar un relato como este? Yo llegaba a la conclusión de que no. Eslabón humilde de una memoria dislocada, no hacía más que transmitir algunos retazos, propagar el eco lejano de los gritos y de las lágrimas de una experiencia humana sepultada en las mazmorras del tiempo.

Y es casi un milagro que después de décadas este eco me llegara bajo las formas más inesperadas. Son palabras que me sorprendo al pronunciar en castellano durante mis sueños, trémolos familiares que capto escuchando un solo de flamenco y que mis cuerdas vocales reproducen espontáneamente, un romance de Lorca del que me asombro leyéndolo en voz alta no siendo yo el autor. Es una callejuela de Córdoba o de Almería que casa perfectamente con mi cuerpo y que bajo con los ojos cerrados como si fuera a conducirme a la casa en la que nací, en la medina de Fez. Es el perfume de un naranjo en flor que llega a mi nariz, al pararme en una plazoleta, mientras que una tórtola llena el silencio con sus trinos desgarradores. Es, en lo alto de una puerta condenada, una inscripción medio borrada, caligrafiada en la lengua olvidada. Mil detalles hacen que aquí yo no pueda ser un simple paseante, sino un interlocutor al tanto de las piedras, de los árboles, de los pájaros, de la textura del aire y, por supuesto, de los seres humanos con los que me cruzo.

Ahora que he abierto la caja de Pandora, mi memoria se activa anormalmente. Montones de recuerdos afloran a la superficie y vienen a alimentar y a ilustrar lo que debo decidirme a denominar, con toda objetividad, mi “síndrome andaluz”.

Extracto de Le Livre imprévu, 2009
Traducido por Abdellatif Zennan, Abdellatif El Bazi,
Maria Dolores López Enamorado y Antonio Reyes Ruiz