ZONA DE TURBULENCIAS

El habitáculo del vacío

Antes de reconocer con humildad
la derrota del cuerpo
un último vaso
a la salud de las palabras
que han cumplido su parte
Compañeras de infortunio
amenas confidentes
de algunas alegrías hurtadas al descuido
Las palabras
osadas e indulgentes
y ahora perplejas
frente
a eso que se llama
— con belleza todo sea dicho —
lo desconocido

Esta noche que se traga el día
con un poco de agua
como una aspirina
La jauría fuera, dentro
no se ha calmado
¡Sangre, sangre!, reclama
¿Qué sangre?
Suavemente
los ojos del testigo
se vuelven a cerrar
sobre la imagen a cámara lenta
de la rapiña
Suavemente
se abren al otro lado
de la luz
y se detienen en una esquina ciega
de eso que se llama
a falta de mejor nombre
la eternidad

En la espera sin llamadas
los testigos del cuerpo
se apagan uno tras otro
El tacto primero
uego el olfato
El oído no capta más
que la vibración del sonido
cuando nace
La vista se fragmenta
y se desmorona
Solo subsiste la irradiación
de una cabeza de alfiler
inalterada
al fondo de los iris

La oscuridad se tiñe
de colores desconocidos
susurrando como hojas
acariciadas por el viento
o por la mano de un jardinero fervoroso
Tras el telón de fondo un pincel invisible se activa
Negro sobre negro
esboza formas abstractas
de las que la geometría está ausente
luego siluetas humaoides
sin brazos
ni piernas
Un cuadro bastante realista
que se podría titular
« El habitáculo del vacío »

Zona de turbulencias
(parte de una antología de próxima publicación.
Traducido por Laura Casielles)

LOS FRUTOS DEL CUERPO

Gacela inesperada
No surgiste
entre dos luces
de un río
No me sedujiste
con una fuente llena de oro
No te vi llegar
con tus pezuñas de cabra
Digámoslo
caíste del cielo

 

Me das la mano
lo que en verdad es darla
Y tú sabes hasta dónde
irá la mía
Primero acometerá
a nuca satinada
Descenderá para alejarse
entre montes y valles
Después se dirigirá
hacia la perla flotante
vivaque de tus delicias

 

Cuando tomo
la iniciativa
no hago más que obedecer
Entonces, díctame
Tu sabes que soy
un buen escriba

¿Cansarme
yo
rezongar de la tarea divina?
Soy un forzado
que pide más

 

Nunca me he inclinado
delante de ningún poder
Delante de ti

oh soberana mía

 

Sin abluciones
hago mi plegaria
completamente desnudo
Y me parece
que al cielo le agrada

 

No importa la edad
en el amor
todos somos
debutantes

 

En los frutos del cuerpo
todo es bueno
La piel
el jugo
la carne
Incluso los huesos
son deliciosos

 

Aquel que nunca
haya gustado lo prohibido
que me arroje
la primera manzana

 

Miserables hipócritas
que suben a la cama
con el pie derecho
e invocan el nombre de Dios
antes de copular
De la puerta
que da al placer
no conocerán
más que el agujero ciego
de la cerradura

 

Cuando los teólogos
enturbanados o no
se meten con el sexo
eso
me corta el apetito

 

Me cuesta leer
los tratados de erotología
Me aburre la gimnasia

Si el amor
no fuera
creación
obra personal
hubiera abandonado su escuela

Tu musgo
reconoce mi árbol
Mi árbol
se pierde en tu bosque
Tu bosque sostiene mi cielo
Mi cielo te restituye tus estrellas
Tus estrellas caen en mi océano
Mi océano mece tu barca
Tu barca alcanza mi ribera
Mi ribera es tu país
Tu país me subyuga
y yo olvido entonces mi país

 

Los Frutos del cuerpo
Traducido por Leandro Calle

EL SÍNDROME ANDALUZ

Antonio estaba un poco enfadado con el francés, y su conocimiento del árabe se limitaba a un puñado de palabras. De entrada se dirigía a mí en español porque, durante nuestro primer encuentro, el año pasado, me había aventurado a mostrarle las pocas expresiones bien construidas que conocía en esta lengua. De golpe, él había decretado que la dominaba perfectamente. Por consiguiente, con él, no tenía escapatoria. Debía tirarme enseguida al agua y desenvolverme con la lengua de Cervantes que había aprendido, vergüenza de mí, en el Assimil. Pero le agradecía imponerme tal obligación, siendo mi deseo poder un día expresarme con facilidad en esta lengua, la única que verdaderamente he deseado, como a menudo he llegado a decir ante pasmados auditorios de francófonos y arabófonos.

En esas ocasiones me explicaba recordando una evidencia: la llamada lengua materna, la que estamos obligados a querer y que algunos consideran como el núcleo duro de nuestra identidad, ¿no nos ha sido impuesta desde el principio sin nosotros saberlo? ¿Qué margen de libertad nos deja frente a esta férrea ley inmutable? Y si pasamos de lo general a lo particular, abordando por ejemplo el uso del francés que se estableció en los países antiguamente colonizados por Francia, ¿no es evidente que ha sido el resultado de una violencia inmoral, incluso aunque diera lugar a las aperturas que se conocen y al florecimiento de un pensamiento y de una literatura cuyos bellos frutos hoy nadie niega? Es cierto, tanto en un caso como en el otro, que acabamos viviendo con estas lenguas hasta el punto de que ellas, a cambio, viven en nosotros. Las adaptamos a nuestro gusto y ellas se las arreglan para adaptar progresivamente nuestro modo de pensar, nuestro imaginario y nuestra sensibilidad. El hecho de percibir esta realidad, de sobrepasar las frustraciones originales, ¿debe, sin embargo, impedirnos concebir el deseo de una lengua que nada ni nadie nos habrían impuesto? Mi respuesta es no, y resulta que es el español, el idioma que por razones sobre las cuales tendré que regresar, cumple en mí tal deseo.

Subimos al coche de Antonio y tomamos el camino hacia Jerez de la Frontera, donde al día siguiente debía hacer una lectura en la sede de la Fundación Caballero Bonald, generosa impulsora de un programa de cooperación con los actores de la sociedad civil del norte de Marruecos, concretado particularmente en la creación de un centro cultural en la pequeña ciudad de Martil (bastante abandonada en este sentido) y en la edición de una colección valiosa de obras literarias marroquíes traducidas del árabe al español.

Los faros del coche se abrían paso en la noche oscura. Antonio conducía con seguridad, un poco rápido para mi gusto. En los escasos momentos en los que decaía la conversación, me arrellanaba en mi asiento y me reencontraba con las sensaciones que me invaden cada vez que me encuentro en este país, y más aún en Andalucía. Por cierto, esté allí o no, me ocurre a menudo que reflexiono sobre las razones del lazo particular que me ata a esta tierra, a los que la habitan, evidentemente a su lengua, su música, sin olvidar su cocina, con una predilección por las tapas, cosa asombrosa en alguien educado en una tradición culinaria a la que hay que otorgar, sin el menor tufo de chauvinismo, un estatus de excelencia.

¿Seré uno de estos iluminados nostálgicos de “la Andalucía perdida”, tal como todavía existen (¡que sí!) en el mundo árabe, en pleno siglo XXI? Mi historia familiar, precisamente por la parte de mi madre, tendría razones para alimentar esta hipótesis. Ha llegado a mis oídos, según una de las fórmulas de inicio de Las Mil y Una Noches, que los antepasados de mi progenitora habrían formado parte de los últimos musulmanes expulsados de esta tierra bienamada. Expoliados antes de su salida, cuando no masacrados por carretas enteras, asaltados a lo largo del camino, despojados de lo poco que les quedaba al desembarcar en tierras del islam, llegaron a Fez con una mano delante y otra detrás. A pesar de tantos ultrajes, y la clave de la leyenda reside ahí, consiguieron llevarse con ellos la llave de sus casas abandonadas. ¿Cómo lo hicieron? ¡Misterio! De niño, nunca me planteé su existencia real y mi curiosidad, sin embargo viva, no me incitó a trastear en las cosas de mi madre para ver el color de este prodigio. Era en el curso de las veladas adornadas por historias maravillosas, de las que la autora de mis días era la inspirada narradora, cuando la llave de la casa de Al-Andalus se me presentaba entre otros objetos gracias a los cuales la magia obraba en mí.

En la adolescencia e incluso más tarde, me desinteresé de la saga familiar y hubo que esperar hasta la edad madura para que mi curiosidad se despertara de nuevo. Ampliados mis horizontes, y habiéndome conducido mis peregrinaciones a través de los continentes a surcar España, a tejer lazos de amistad y complicidades intelectuales, este trozo de mi historia personal se presentó de nuevo con insistencia. Leyenda o no, me acompañaba allá donde yo fuera. En un momento, hizo falta plantear los términos de la ecuación y decidir. ¿Qué había de verdad en todo esto? Según lo que conocía de mi madre, nada, absolutamente nada la habría empujado a fabular. A dramatizar, a adornar, sí, pero no a inventar. Ella, la huérfana en su primera infancia, la no informada de los avatares de la Historia, la prisionera del recinto cerrado de la casa, la condenada a trabajos forzosos impuestos a las mujeres de su condición, ¿tenía ocasión para imaginar un relato como este? Yo llegaba a la conclusión de que no. Eslabón humilde de una memoria dislocada, no hacía más que transmitir algunos retazos, propagar el eco lejano de los gritos y de las lágrimas de una experiencia humana sepultada en las mazmorras del tiempo.

Y es casi un milagro que después de décadas este eco me llegara bajo las formas más inesperadas. Son palabras que me sorprendo al pronunciar en castellano durante mis sueños, trémolos familiares que capto escuchando un solo de flamenco y que mis cuerdas vocales reproducen espontáneamente, un romance de Lorca del que me asombro leyéndolo en voz alta no siendo yo el autor. Es una callejuela de Córdoba o de Almería que casa perfectamente con mi cuerpo y que bajo con los ojos cerrados como si fuera a conducirme a la casa en la que nací, en la medina de Fez. Es el perfume de un naranjo en flor que llega a mi nariz, al pararme en una plazoleta, mientras que una tórtola llena el silencio con sus trinos desgarradores. Es, en lo alto de una puerta condenada, una inscripción medio borrada, caligrafiada en la lengua olvidada. Mil detalles hacen que aquí yo no pueda ser un simple paseante, sino un interlocutor al tanto de las piedras, de los árboles, de los pájaros, de la textura del aire y, por supuesto, de los seres humanos con los que me cruzo.

Ahora que he abierto la caja de Pandora, mi memoria se activa anormalmente. Montones de recuerdos afloran a la superficie y vienen a alimentar y a ilustrar lo que debo decidirme a denominar, con toda objetividad, mi “síndrome andaluz”.

Extracto de Le Livre imprévu, 2009
Traducido por Abdellatif Zennan, Abdellatif El Bazi,
Maria Dolores López Enamorado y Antonio Reyes Ruiz

¡GENTE DE MADRID, PERDÓN!

¡Ay qué día tan triste en Madrid  (1)!
Que corra la voz
la tierra no tembló ese día
Ningún asteroide vagabundo
se estampó contra la Bolsa
No hubo nueva marea negra
y la anterior iba a ser
procesada en las urnas enseguida
La televisión ladraba, maullaba, cacareaba
grillaba, graznaba, rebuznaba, parloteaba
Los futbolistas se habían ido al campo
Los toros pacían
Los escritores dormían la mañana
El bigotudo pulía su discurso de despedida
El asesino en serie
se había tomado un tiempo para reflexionar
y a Dios padre o madre
como de costumbre
no se le veía el pelo

Que corra la voz
el tiempo se congeló bruscamente
luego hubo ese repique anodino
perdido entre la cacofonía de los repiques
Unos segundos
y el dique de la razón cedió
la cadena de la especie humana se rompió
¡Ay, qué día tan triste en Madrid!

Obligados herederos como somos
de todas las andalucías
de todas las luces
De todos los genocidios
de todas las tinieblas
Alelados
ridículos
Como ratas
atrapadas en la trampa de la impotencia
Tratando por milésima vez
de comprender
cuando creíamos haberlo comprendido
la otra vez
El abismo insondable del mal
nos revienta los ojos
Así que sumerjámonos en él
aunque solo sea para sentir
una ínfima parte del calvario
de los recién llegados
al baile de máscaras del horror
allí donde se trapichea con carne y alma
en el crematorio de un círculo del infierno
que ningún texto inimitable
nos indicó

Señores asesinos
podéis presumir
Especuladores eméritos, habéis adquirido a bajo precio el campo inconmensurable de las miserias, de las injusticias, de la humillación, de la desesperación, y lo habéis hecho dar frutos ampliamente.
La tecnología de los diablos aborrecidos ya no tiene secretos para vosotros.
Os habéis hecho maestros en el arte de manejar los hilos del odio para encontrar, designar, acosar, acorralar y arreglar cuentas con el primer cualquiera consciente o inconsciente del riesgo de simplemente existir.
Esté comiendo, esté de pie o acostado, esté haciendo su oración, revolviendo ideas en su cabeza o dirigiéndose a su trabajo con la mente vacía, esté acariciando la mejilla de su hijo o cogiendo una flor, esté escuchando música que le recuerda la tierra de sus orígenes o el encuentro que cambió el curso de su vida, esté escribiendo un poema o rellenando la declaración de la renta, esté hablando por teléfono con un fontanero o con su madre encamada en un hospital, esté leyendo un libro de Gabriel García Márquez o el folleto de una pizzería, esté escurriéndose en la ducha o aburrido en el lavabo con el calzón por las rodillas, esté abriendo su corazón a su vecino en el bus o bajando los ojos bajo la mirada insistente de su cara a cara, esté empuñando su maleta antes de subir a un tren o corriendo por los pasillos kafkianos de un hotel de lujo o de mierda, acabe de enterarse de que su Hepatitis C no le deja más que unos meses de vida o esté palpando su bolsillo para asegurarse de que su cartera sigue ahí, esté rascándose los huevos o golpeando con el puño sobre la mesa, le guste la compañía de los perros o la de los gatos, sea hombre, mujer o aún de esa bendita edad en que el ángel no tiene realmente sexo y sobre todo tampoco alas
Todas las marionetas sirven. Basta con no estar tumbado en una tumba para que te toque el primero.

Oh dulce niño
¿es por eso por lo que llorabas
a todo pulmón
en el momento de nacer?

Señores asesinos
Se dice que vuestras meninges funcionan correctamente. Entonces, ¿puedo haceros una pregunta sencilla?:
¿Qué es para vosotros un ser humano?
¿Por qué ese silencio? ¡Respondedme!

Ah ya adivino vuestra mueca de desprecio e imagino la burbuja que dejáis escapar sin daros cuenta entre vuestros labios pálidos. Veo en ella a un insectito sobre el que se abate un puño peludo y a modo de comentario este grito: ¡Esto le enseñará!
Es cierto, y continúo sondeando vuestros pensamientos, que ese insecto dañino fue parido por el ser que os da sudores fríos y que os esforzáis en despreciar aplicando al pie de la letra el principio de precaución: me refiero a la mujer, perdonadme la expresión. Adivino vuestro miedo y vuestro asco, el horror que os inspira la llegada de la vida cuando, tras los jadeos y los gritos de la parturienta, la cabeza viscosa del niño se libera del conducto inmundo que habéis sido obligados a labrar y, colmo del infortunio, sembrar. Nunca os perdonaréis el haber pasado por ahí. Es por eso que la muerte es vuestra única pasión. Por ella os ruborizáis, palidecéis. Vuestro corazón palpita. Desfallecéis. Y cuando la habéis celebrado, os veis llamando a la puerta de no sé qué Edén en que según lo prometido esperan perversas delicias.

 

¡Ay qué día tan triste en Madrid!
Que corra la voz
Es en Rabat, Argel, El Cairo, Bagdad
donde más se debería lamentar
el no saber qué pensar
el no saber qué decir
el no saber qué hacer
Obligados herederos como somos
de una edad de oro entregada a las plañideras
De tantos sueños abortados
de tantas vejaciones
de tantas tiranías
Atontados
ridículos
roídos por dentro
por la bestia inmunda
que nos hemos acostumbrado
a lanzar de una patada
a la cara del Otro
¿Responsables? ¿Culpables?
Igual de víctimas en realidad
de los verdugos que excretamos
como el hígado segrega la bilis
Cíclicamente aplastados, aniquilados
por los potentados que abominamos y adoramos
a veces luchando
con la fuerza de la esperanza y la desesperación
para que nuestros descendientes
puedan tal vez creer un día
que antes de la muerte
está eso que un viejo rumor llama
vida:
un río maternal
en el que sienta bien bañarse
de día
de noche
En todas las bellas y prometedoras
estaciones
Único milagro
que no está trucado

Gente de Madrid
que vuestros muertos reposen en paz
El grano sagrado de la vida
depositado en ellos
ninguno lo desmereció

Como todo hijo de vecino, cobijaron el aliento que anima el Universo y la Creación. Cada átomo de su cuerpo vibró y giró en torno al sol interior que iluminó su camino. Su viaje fue el nuestro, y nuestro viaje será desde ahora el suyo. Continuaremos soñando en sus sueños, arañándonos el alma en sus arañazos, interrogándonos en sus preguntas, acariciando la luz en sus caricias, asombrándonos en sus asombros. Continuaremos incluso flaqueando en sus flaquezas, aislándonos en sus aislamientos. No dejaremos de lado ni las anteojeras ni las pequeñas cobardías. Cargaremos a nuestra cuenta su parte de intolerancia, de estupidez y de indiferencia porque no somos sino sus hermanos y hermanas humanos, nada más que humanos. Pero nos encargaremos de resistir mejor aún en su resistencia, alimentaremos el fuego vacilante de nuestra memoria con el carbón ardiente de su memoria.

 

Gente de Madrid
ya que nadie ha pensado
en pediros perdón
será yo quien lo haga
¡Yo! ¿Quién soy yo? Mi nombre no os dirá nada
¿Por qué lo hago? Poco importa
El grito precede a la palabra
que a menudo precede al pensamiento
Y aparte el corazón tiene razones
que la razón ignora a veces

Así que perdón, gente de Madrid
Perdón por esas noches por venir
blancas o grises
en las que el ser querido
volverá como un fantasma amenazante
a reprocharos el haber sobrevivido
Perdón por la mano
que no fue encontrada
Por la alianza de boda calcinada
la polvera abierta
utilizada en el último instante
Perdón por los zapatos intactos
y el sujetador que aún exhala aromas
de vainilla o de rosa
Perdón por los amantes de corazón andrógino
partido en dos
Por la risa electrocutada de los niños
Perdón por las madres de la futura plaza
del 11 de marzo
Perdón por el silencio de mis hermanos
por no decir por su indiferencia
Perdón por lo que algunos de ellos
piensen por lo bajo
Perdón por no haber hecho más y mejores cosas
contra el lobo que diezma
mi propio redil
Perdón por no haber estudiado lo bastante
vuestra lengua
para dirigirme a vosotros en el mejor castellano
Perdón a Lorca, Machado, Hernández
por no habérselos dado a leer a mis hijos
Perdón por las lagunas y las jaculatorias
Por los ojos secos de la compasión
Perdón por lo poco que pueden las palabras
dicen a medias
y a menudo no saben
pero por favor
perdón

(1) En español en el original. Referencia a los atentados del 11 de marzo de 2004.

Escribe la vida
(parte de una antología de próxima publicación
Traducido por Laura Casielles)

EL ABRAZO DEL MUNDO

El idioma de mi madre

No veo a mi madre desde hace veinte años
Se dejó morir de hambre por mí
Cuentan que cada mañana se quitaba el pañuelo de la cabeza
y daba siete golpes en el suelo
maldiciendo al cielo y al Tirano
Yo estaba en la cueva
ahí donde el presidiario lee en las sombras
y pinta en las paredes el bestiario del porvenir
No veo a mi madre desde hace veinte años
Me ha dejado un juego de café chino
cuyas tazas se van rompiendo una por una
sin que me pese, de lo feas que son
Pero aun así me gusta el café
Hoy en día, cuando estoy solo
adopto la voz de mi madre
o más bien es ella la que habla por mi boca
con sus palabrotas, sus groserías y sus improperios
el rosario perdido de sus diminutivos
toda la amenazada especie de sus palabras
No veo a mi madre desde hace veinte años
pero soy el último hombre
que todavía habla su idioma

Dos horas de tren

En dos horas de tren
vuelvo a ver la película de mi vida
Dos minutos por año en promedio
Media hora para la infancia
otra para la cárcel
El amor, los libros, la errancia
se reparten el resto
La mano de mi compañera
se disuelve poco a poco en la mía
y su cabeza en mi hombro
es tan liviana como una paloma
Cuando lleguemos
endré cincuenta años
y me quedará por vivir
más o menos una hora

Echo las cortinas

Echo las cortinas
para poder fumar a mis anchas
Echo las cortinas
para tomar un trago
a la salud de Abú Nuwas
Echo las cortinas
para leer el último libro de Rushdie
Pronto, quién sabe
tendré que bajar al sótano
y cerrar con siete llaves
para poder
pensar
a mis anchas

Antología poética
Traducido por Amália Hernandez M. y Aura Marina Boadas